Cuenta Gabriel García Márquez en un aparte de Cien años de soledad que en Macondo se sufrió en algún momento de la pérdida de la memoria sistemática, de forma tal que nadie recordaba siquiera los nombre de las cosas más elementales, ni mucho menos su uso. Como consecuencia de esta circunstancia, no era claro qué era qué, ni quien era quién. Por ello, la solución a la que acudió José Arcadio Buendía fue la de empezar a poner etiquetas sobre las cosas, con una breve indicación de su utilidad. Uno de los mejores pasajes de esa novela, en mi opinión.
Recuerdo que al leerla no podía menos que sonreir de la tontería que implicaba ese estilo tan irreal de vida, en el que no se supiera qué es qué y todos tuvieran que etiquetarlo todo. Sin embargo, muchos años después observo que la situación en la "vida real" no es muy distinta. Particularmente esto resulta evidente en una serie de escenarios en donde la mayor cantidad de etiquetas genera mayor respeto. Un caso claro es el de los militares, que en sus vestidos de gala suelen exhibir todas las condecoraciones que hayan recibido a lo largo de su carrera. Entre más medallas, mejor el militar -al menos en teoría-, porque algo supremamente bueno ha debido hacer esa persona para ser condecorado. Y digo que -en teoría- porque ante una institucionalidad sometida a los mismos vicios de las demás instituciones de un país descompuesto, en muchas ocasiones el condecorado termina siendo el amigo de, el protegido de, el familiar de...